"Casi pisando
manos de mendigos y ladrones, Medina entró en la sombra de los arcos del
mercado viejo de Santa María y se detuvo para quitarse el sombrero de paja y
pasarse el pañuelo por la frente. Mustio, pálido, el gran letrero de tela
rezaba: ESCRITO POR BRAUSEN."
(Onetti,
Dejemos hablar al viento)
El llamado
ciclo de Santa María es un conjunto de novelas que Onetti ambientó, total o
parcialmente, en aquella ciudad universo, a la que tantos malos críticos han
querido identificar con Montevideo o con el propio Buenos Aires. Y digo malos,
no porque se equivoquen, sino por sentir esa necesidad siniestra de tocar
realidad tosca, material, cuando ninguna ciudad literaria, si verdaderamente lo
es, puede identificarse con ninguna concreción de este nuestro mundo atroz.
Comienza el ciclo con la
Vida breve. La
ciudad, sin embargo, había sido anunciada como una cita de algo aún inexistente
en
La casa en la arena. En la primera,
un tal Brausen, obscuro publicista, escritor en ciernes y asesino primerizo en
la figura de la Queca, la prostituta del apartamento contiguo de la que suele
aprovecharse, imagina aquella ciudad de Santa María tan fantasmal como la
Comala de
Pedro
Páramo,
pero extensa, más panteón
de dudosas glorias locales que no anónimo cementerio de estrechas y contiguas
tumbas violentas que invitan a la confidencia post mórtem, y aquellos
personajes sobre los cuales irá cayendo la sombra incierta de la estatua del
propio Brausen -
Yo, escuchando tantas imbecilidades que me hacían pensar en por qué Brausen repartió sin discriminar el uso de la palabra- el propio Brausen, ahora prócer omnímodo, y ubicada, cómo no, en la plaza
principal de la ciudad santa. Larsen -el Junta-, el doctor Díaz Grey, Petrus y
su Astillero y un ecléctico conjunto de fantasmas a mitad camino entre Faulkner
y Tennessee Williams rodearán, porque no los llegan a vivir, una serie de acontecimientos dedicados a
contarnos la nada más absoluta, la verdad, la vida. Porque si en general la
escritura de Onetti es apenas narrativa, en el ciclo santamariano los hechos, aunque
trágicos, son tan fútiles como el mecanismo inconsciente de la respiración. En
Dejemos hablar al viento, con la que se ultima
la serie, Medina -certero apellido para el anterior e imperceptible comisario
de Santa María- es ahora un pintor derrotado en Lavanda, ciudad escapatoria.
Pero vuelve, y como comisario, ya que así lo decidió Brausen desde su primer
suspiro, lee en un letrero a la entrada de la Santa María retornada: ESCRITO
POR BRAUSEN. Porque Santa María no la escribió Onetti, la escribió Brausen,
pero el primero es su ángel custodio, el que permite el tránsito de los
personajes, su asunción o su condenación. Porque invita, de la mano de un
proxeneta, Larsen, a que vivamos una de las historias de mayor sordidez y
lirismo de la literatura. Porque apenas nacido el prostíbulo de
Juntacadáveres, sintió la muerte de Larsen y escribió
El Astillero para matarlo, volviendo a conversar, luego, con un vivo que ya murió. Porque la literatura en Onetti es una
esperanza amarga, una forma superior de desarmar
la insoportable realidad de
los injustos y sus razones tan justas, el último reducto para los que no pueden explicarse, para los que nunca sabrán por qué alguien decidió que sólo habían
nacido para poseer una tumba sin nombre, una comunión exclusiva e
intransferible con la materia, y que como tal los trataron: materia
clasificada, incómoda, a erradicar, a exterminar, a confundir en un amasijo
bruto y cruel bajo la sombra de unos dioses impotentes doblegados por su propia
historia. Onetti era un impenitente lector de la Biblia, de aquel conjunto de
antiguas historias donde se actuaba
por el
miedo de llegar a no creer en sí mismo, y donde mustio, pálido, el gran
letrero de tela rezaba: ESCRITO POR DIOS. Y donde los malos críticos vuelven a confundir el autor.
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