Por ahora
Revista Española, nº 475, 10 de febrero de 1835. Firmado: Fígaro
En nuestro último artículo, en que defendíamos la policía, dejamos ligeramente apuntado que hay «cosas buenas» en el mundo; y probamos hasta la evidencia, como solemos, que una de ellas es la policía. Como no nos pasa por la imaginación que uno solo de nuestros lectores se haya resistido a nuestras razones, tratamos de probar hoy otra verdad más indisputable todavía, a saber: que sentado el principio de que hay cosas buenas, hay palabras que parecen cosas, es decir, que hay palabras buenas.
A primera vista parece que buenas deben ser todas las palabras,
puesto que sirven todas para hablar, o sea para gastar conversación, que es el
fin que parecemos proponernos; esto es un error sin embargo, y error grave.
Palabras hay malas, profundamente malas por sí mismas, y sin necesidad de
accesorios, que forman por sí solas oración y sentido, por más que suelan ellas
no tener sentido común. Palabras que valen más que un discurso, y que dan que
discurrir; cuando uno oye, por ejemplo, la palabra «conspiración» cree estar
viendo un drama entero, y aunque no sea nada en realidad. Cuando uno oye la
palabra «libertad», sola ella, solita, cree uno estar oyendo una larga comedia.
Cuando uno oye la palabra «imprenta», ¿no cree ver detrás la censura, el imposible
vencido, la cuadratura del círculo, la gran quisicosa? ¿No hay quien ve en ella
el abismo, la anarquía, aquel qué sé yo, que nadie sabe explicar ni comprender?
Cada una de estas palabras son verdaderas linternas mágicas: el mundo todo pasa
al través de ellas. Una vez encendidas, todo se ve dentro.
Estas palabras que encierran por sí solas una significación entera
y determinada son malas generalmente; las buenas son aquellas que no dicen nada
por sí, como por ejemplo: «prosperidad», «ilustración», «justicia»,
«regeneración», «siglo», «luces», «responsabilidad», «marchar», «progreso»,
«reforma», etc., etc. Éstas no tienen un sentido fijo y decisivo: hay quien las
entiende de un modo, hay quien las entiende de otro, hay, por fin, quien no las
entiende de ninguno. Éstas son buenas porque, blandas como cera, adáptanse a
todas las figuras; éstas son, en fin, el alimento de toda conversación. Con
ellas no hay discurso que no se pueda sostener, no hay cosa que no se pueda
probar, no hay pueblo a quien no se pueda convencer. Éstas son las palabras que
parecen cosas.
Ahora bien: cuando dos de estas palabras insignificantes y
maleables se llegan a encontrar en el camino una de otra, únense al momento y
se combinan por una rara afinidad filológica, y entonces no toman por eso mayor
sentido; todo lo contrario, juntas suelen querer decir menos todavía que
separadas; entonces estas palabras buenas suelen convertirse en lo que
vulgarmente llamamos «buenas palabras».
He aquí las reflexiones que teníamos presentes al sentar en el
papel el titulillo de este artículo. Nadie nos negará que la palabra «por»
quiere decir poco cuando va sola; pues de la palabra «ahora», no decimos nada.
He aquí, pues, dos palabras excelentes, y combínense como se combinen. Júntese
el «por» con el «que», y resultará el «porque». Siempre se ha dicho que el
porqué de las cosas es inaveriguable; por consiguiente, no quiere decir
nada. Póngase el «ahora» en oración y digamos, por ejemplo: «¿Qué hay
ahora? ¿Qué se hace ahora?». Nada. Ambas son, pues, palabras nulas, y buenas
por consiguiente. Combínense ahora juntas y digamos: «por ahora» y se verá el
efecto peregrino de la suma de todas las nulidades.
Pocas palabras hay tan buenas, tan útiles en el día, tan en boga;
pocas palabras buenas que puedan tan fácilmente convertirse en «buenas
palabras». ¿A qué no contesta usted con el «por ahora»? Es la espada de
Alejandro, que corta todo nudo gordiano; es la panacea universal que templa
todos los dolores. Buena jornada habríamos echado si no pudiéramos contestar a
todo: «Por ahora».
¿Cuánto no suaviza esta frase toda mala contestación? Por mejor
decir, no hay con ella mala contestación posible, y todo aquel que sepa lo que
es una repulsa seca, sabrá apreciar cuánto valen las buenas palabras. Son el
vino que se mezcla con el agua para quitarle su crudeza. Ejemplo. «No» quiere
decir que no. Pero si en vez de decir «no», dice usted «por ahora no», aunque
usted quiera decir lo mismo, si habla usted sobre todo con un tonto, como suele
suceder, ha dicho usted una gran cosa. ¿Y qué cuesta decir dos palabras más?
Convencidos hombres muy ilustrados de esta verdad, ¿cómo pudieran
no usarlas continuamente?
Lluevan sobre ellos en buen hora demandas y peticiones, renuévese
la tabla de los derechos, clamen por todas partes tribuna y periódicos por la
libertad de imprenta; no le responderán a usted con un «no» seco, sino que «por
ahora no conviene». Pida usted más garantías; abogue usted por una verdadera
seguridad individual; porque tal o cual estado es absurdo. «Lo
vemos –responderán–, y, lo que es más, con dolor; empero por
ahora no es oportuno. Para que un pueblo esté bien gobernado, para que sea
feliz, es preciso que se difunda la ilustración; para que un pueblo sea
libre, es preciso que sepa mucho... y esté bastantemente ilustrado.... véase,
si no, Grecia y Roma; aquéllos eran pueblos libres... pero, ¡lo que se
sabía allí! ¡Qué pueblos tan ilustrados! ¿Qué tiene que ver la España del siglo
XIX con la Grecia de Licurgo y la Roma de Numa?»
Venga usted a decirme que el sistema judicial no es gran cosa. Que
cada uno multa como le da la gana, y juzga como le parece. Pero eso es «por
ahora» no más. Deje usted que llegue aquel día raro, aquel día particular, que
ha de ser el decisivo; el día, en fin, de la oportunidad, el día que nos
convenga pasarlo bien, que ese día será otra cosa.
Que hay confusión de poderes, de palabras y de cosas; que no nos
entendemos; que es una verdadera Babel; que no andamos un paso, un solo paso;
pero eso es «por ahora». Todavía no conviene que nos entendamos. Es preciso
buscar el momento oportuno. Pues qué, ¿no hay más que entenderse cualquier día
del año, cualquier año del siglo?
¿Y quién es el encargado, preguntarán ustedes, de conocer el
momento? ¿Quién es ese sabio sagaz y penetrante, que ha de conocer cuándo nos
conviene ser iguales, ser libres, poder hablar, ser, en una palabra, felices?
¿Dónde está la línea divisoria entre la inoportunidad y la oportunidad? ¿Quién
es el ilustrado encargado de medir nuestra ilustración?
«Por ahora», amigo lector, no se
columbra todavía a ese sabio, responderemos; ni nosotros hemos hecho ánimo de
responder «por ahora» a todas las preguntas, ni nos dejarán responder tampoco
«por ahora», aunque quisiéramos. Limitámonos «por ahora» a probar que como hay
cosas buenas entre nosotros, hay palabras que parecen cosas, y «palabras
buenas» que nos dan por «buenas palabras». Que las voces «por ahora» son las
primeras de este género, y, si bien se mira, bastante hemos dicho «por
ahora».
Doncs això, ara per ara, tancats a casa, sense pedalar, amb el principal focus d'infecció per controlar des de fa segles, virus per a tots, no siga que qualsevol comunitat autònoma li puga donar lliçons de com fer les coses a aquesta mena de disbauxa anomenada Madriz; i sense mesures sanitàries i socials a l'alçada de les circumstàncies.
Doncs això, ara per ara, tancats a casa, sense pedalar, amb el principal focus d'infecció per controlar des de fa segles, virus per a tots, no siga que qualsevol comunitat autònoma li puga donar lliçons de com fer les coses a aquesta mena de disbauxa anomenada Madriz; i sense mesures sanitàries i socials a l'alçada de les circumstàncies.