dilluns, 30 d’agost del 2010

Amore traditore

Como casi todos los domingos, A suele ir en cabeza del grupo. No le importará si a lo largo del trayecto le dan algún relevo o dejan que se pelee a solas con el aire de la mañana. De hecho, prefiere esta posición a cualquier otra más resguardada. Siente cierto orgullo al cumplir una función que nadie le asignó convencido de que es útil al resto. Alguna vez, por comentarios extemporáneos, creyó incluso que se burlaban de él. Me da lo mismo, piensa, en el fondo me envidian, soy más fuerte que ellos, lo saben y me respetan. De ahí, que cuando este respeto se ve amenazado, A dispara todas las alarmas, se transforma en una especie de asesino en serie y actúa en consecuencia. Por la experiencia acumulada en estas situaciones, cree que las define lo sangrante, delictivo y común de su actividad, es decir, la cuchillada trapera, el hachazo, en el argot. Pero antes, intentemos aclarar qué es o quién es el causante de estas curiosas miserias. Es decir, el traidor. El lector comprenderá que este singular compañero no es del agrado de A. Dispara por la espalda y a la altura de los riñones. Nunca da un relevo. No cesa de lamentar el tiempo que lleva sin salir a rodar. Siempre le duele la espalda. Siempre ha engordado… Como en terreno llano, y a no ser por distracción de A, no tiene nada que hacer, este infame copain d'abord suele esperar a las elevaciones, más o menos acentuadas, del recorrido, para actuar. Recordemos, que las salidas dominicales, como las misas homónimas, no son ningún tipo de competición deportiva, no, sino un grupo de amici con una idea fija: o almorzar o rezar un rato. Pero, no obstante, el traditore, aprovechando la energía de los demás, salta, silenciosamente emboscado en su iniquidad, camino de su personal meta en lo alto de la rampa. ¿Cómo has podido hacerme esto? ¿Tú también, Bruto? Y, claro, A salta a su vez. Y malgasta el doble de fuerzas para cazarlo y rematarlo. Tú, miserable, no llegarás antes que yo. Sí, ahora ríete. Haz ver que era un juego, una broma. Pero has caído. Tú, también has caído. Dada su tendencia analítica, A contempla la posibilidad de dividir a estos ilustres meapilas en varias categorías, dos de la cuales considera realmente odiosas: el traidor a corto plazo u obsesivo y el traidor a largo plazo o letal. El primero, aunque molesto e ingrato como una mosca cojonera, suele ser de pecado venial. No sólo es inocuo, sino que acaba oficiando de verdadero estimulo deportivo. Por tanto, lo que realmente angustia de él es su patética chulería, el insondable infantilismo con que ejerce esta actividad autodestructiva. ¿De qué se reirá tanto? Porque realmente es siempre el tipo más oscuro y chuparruedas de la grupetta. Al que se acaba dejando por imposible. Al que si utilizara todo ese empuje en beneficio del resto, sus hermanos de rueda se lo agradecerían con una mayor cercanía afectiva, por decirlo de alguna forma. Pero no. Así, que si en uno de sus ataques la cadena le salta, se sale del plato y le hace rodar -a él y a la bici- sobre el asfalto, a resultas de lo cual se fractura la clavícula, pues se aplaude con las orejas y con ganas: se lo ha ganado a pulso. El segundo es, sin embargo, de pecado mortal. A este se le viene esperando desde siempre. Nadie recuerda cuándo empezó la cosa o si siempre fue así. Es el lastre, la cruz que se acepta con resignación y caridad viciclista. Se le espera en las subidas, en las bajadas, en el llano. En todo lugar habido y por haber. Se queda siempre. Se le saca de rueda al más pequeño endurecimiento del ritmo y nadie comprende el porqué. Está bien de forma. No, muy bien. Sabemos, aunque lo niegue, que sale con mucha frecuencia. Entrena el fondo corriendo por la playa. Le ayuda, además, la natación. No hay recorrido suficientemente largo para él. Pero se queda. Siempre se queda. Piensan si tal vez se pasa con el entrenamiento. Pero no. No es ese el caso. Y un día A comprendió al fin sus razones. Un amargo día, todo sea dicho. Aquella calurosa mañana de agosto eran pocos, dos o tres contándole a él. Hacía un bochorno intenso, obsceno como el beso viscoso de un viejo verde y la temporada iba a la baja. La cerveza del verano, el dolce fare niente, las veladas con los amigos, las copas, los recorridos más cortos y lentos, en fin, las vacaciones iban dejando su poso de tranquilidad y forma física en caída libre. Por tanto, no le importó, o no les importó -de hecho, A es incapaz de recordar el número exacto de la partida- pedalear con él imaginando que una vuelta relajada nunca viene mal para estirar las piernas. Así no sales solo o solos (sic) Sin embargo, empezó a extrañarle/s que cerca del puerto, allí donde la cuesta comienza a empinarse seriamente, no sólo no tuvo/vieron que poner en marcha la letanía de esperas, sino que comenzó a marcarle/s el ritmo. No daba/n crédito, no podía/n creerlo. A no tenía previsto esta situación y le estaba costando aclimatarse. No es que el esfuerzo fuera mayúsculo, pero allí donde él tenía pensado que debería rebajar su empuje y esperar, sucedía justo lo contrario, tenía que apretar y seguir, como le pasó a los demás, si es que había alguien más. Así que tuvo/vieron que reconocerse a sí mismo/s que comenzaba/n a flaquear. El ritmo le/s parecía, si no duro, sí exigente. Y de pronto le escuchó/aron decir: "venga vamos p'arriba". Y aquel tipo, a quien todos deberían estar aguardando, con un pedaleo totalmente desconocido y sin levantarse del sillín se alejaba con la misma rapidez con que A -y, tal vez, los otros- comenzaba/zaron a notar el intenso dolor de la hoja oxidada entrando, profunda como un abismo de acero, por el riñón derecho en dirección al hígado. A sufría, no tanto al respirar, sino por la acción misma del pedaleo que le repercutía en la herida, desorientado totalmente por la verdad. Evidentemente, ni a él, A, o a ellos les esperó nadie. Era la traición del desamor vivido. De los que llevan la miseria tatuada en la sangre. Y ahora entendía/n las desesperadas llamadas perdidas que alguien hace cuando se descuelga del resto y calla.

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