divendres, 23 de juliol del 2010

¿Por qué será que todo parece más bonito cuando andas en bicicleta?


No es fácil responder. No. Sin embargo, tal vez todo gire alrededor de una sola palabra. Veamos. Cuando cojo la vicicleta, esa otra parte de mí que nunca acabaré de conocer, desde la primera pedalada siento que algo es ahora profundamente distinto, alado, primigenio, absoluto, mejor. Me deslizo. Más silenciosa que mis pasos, la seda de los tubulares me transporta, untuosa. Silbo de sirenas. La callada potencia de mis piernas me impulsa. Y, ni el más sofisticado motor eléctrico de los modernos órganos de iglesia iguala el silente vaivén de mis caderas. Me repliego. Me acoplo. Elimino pausadamente la fricción del aire hacia el arrullo inicial de un zumbido aterciopelado. Atravieso su liquidez como un delfín aéreo que devora la distancia hasta convertirla en el innecesario attrezzo del espectáculo. No vuelo, mucho mejor, surco. Pedaleo redondo. Rodamientos cerámicos, fornitura mágica en el cristal líquido de la mañana. Me he transportado. He vuelto al momento antes. Me zambullo en la caricia inicial. Ni el cansancio ni el dolor me preocupan. Sólo importa el continuo gorgoteo, la inmarchitable música de este océano seco. Mi energía se disipa con la cruel e inasible constancia del reloj de arena. Nada noto, nada siento. Pedaleo o aleteo marino, quién los distingue? Intuyo el final del macho mantis, del tálamo de la araña. Da igual. Ahora soy el alimento de una pasión tan poderosa como el reencuentro. El mundo antes de ser nombrado aparece ante mí. El mundo antes de ser hollado. Ni el sudor en los ojos ni el ahogo cuentan ya. Estoy sumergido en un mar genético y aún no he decidido que la tierra sufra. Dejadme vivir un poco más en esta dulce palabra que os anunciaba, en esta ilusión del origen, en esta paz oceánica, en este engaño.

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